jueves, 16 de mayo de 2013

Don Paraguas



Paraguas. Paraguas hay muchos, de muy distintos colores y formas. Lo que hace la vida más alegre, más llevadera, es la enorme variedad de paraguas. Eso sin contar, claro está, con las sombrillas ni con los parasoles. Pero no hablemos ahora de sombrillas, soberbias y casi siempre malhumoradas, primas de los paraguas por parte de padre. Ni hablemos de los quitasoles, de espíritu debilucho, siempre delicados, vergüenza de la familia de complementos. Hablemos de paraguas hoy. Hablemos de Don Paraguas.

Don Paraguas es un tipo serio, formal. A Don Paraguas no le placen jaranas ni bulerías, sambas ni tarantelas; jamás ha escuchado rock y no entiende la diferencia entre pop y el canto superficial y molesto de las esponjas en la ducha. Don Paraguas no es un paraguas al uso, como puede verse y se verá, sino todo un señor. Don Paraguas es un señor paraguas.

En el mundo de los paraguas, el color es importante. Los de infinitos colores, los arcoíris del paragüero, aquellos que hacen las delicias de los niños cuando compiten en vivacidad, suelen llenar la calle con gritos y risas. 
Los hay de tres colores, pero a esos se los considera unos veletas, unas balas perdidas, o, para los paraguas más comprensibles, complementos en una edad difícil. Luego están los de dos colores, más serios y formales, pero jóvenes y frescos aún. 
Los más sosos, los de un único color, se dedican a tareas de funcionariado: catalogan complementos, dan fe de nuevas modas, levantan actas de defunción cuando una fuerte racha de viento demuele a un paraguas. Son tipos planos, no saben mucho del mundo exterior, pero dominan los números como nadie.

Luego está Don Paraguas. Don Paraguas se sitúa en el escalón más alto. Con sus dos colores pardos, a menudo marrón y verde caqui, o rojo y sepia, a cuadros o a anchas franjas soberbias, Don Paraguas presenta ese aspecto viejo, casi rancio, de quienes pertenecen a una larga estirpe de paraguas.

Su caminar es siempre el mismo: erguido, muy recto en sus movimientos, no besa el aire ni aprecia la lluvia que se desliza por su espalda. Es su trabajo, nació para ser paraguas y no un trapo viejo. Se contonea altivo en ocasiones, mostrando al mundo lo que, en su mente cerrada, son los más hermosos atributos que un complemente puede poseer. Frente a todos presume de anchura, la misma que oculta un enorme bastón de madera que acaba en un mango de reluciente madera y oro. Y cuando por su lado pasan paraguas de peor calidad, siempre mira de reojo, y muestra recelo al contacto con ellos. Además, Don Paraguas jamás enseña sus varillas, eso es de mal gusto, se dice a sí mismo una y otra vez mientras se muerde el labio, refrenando un intenso deseo de abrirse, de escandalizar al mundo con sus bajos fondos.




Sí, en definitiva, Don Paraguas es un tipo peculiar. Es el rey de los paraguas. Es el complemento perfecto, señorial. Es muy donparaguas su alteza Don Paraguas.

domingo, 12 de mayo de 2013

Los sobrinos de don Simón

Tristes bajan los tres
sobrinos de don Simón.
Tristes traían las miradas,
y amarga era su canción.

Tres capas caídas eran
los sobrinos de don Simón.
Tres caídas largas eran,
como las tres de Nuestro Señor.

Y es que el pobre había muerto,
el pobre y bueno don Simón.
Y a ningún rufián dejaba herencia,
a ningún sobrino bribón.

jueves, 9 de mayo de 2013

Sueño 1: El difunto en la moneda

 La voz sonaba limpia y clara cuando se acercaba la moneda a la oreja. Parecía salir de uno de esos transistores viejos y una especie de eco envolvía la voz lejana. Era como si el alma viviera dentro de aquel pequeño objeto dorado. La muerte había sido vencida. Nuestros seres más queridos no nos abandonan nunca, viven para siempre en las monedas de oro.

Apartó lentamente la pieza de oro de su cara y la apretó con fuerza. No prestaba atención a lo que hacía. Se limitaba a sentir el latir de su azorado corazón, el fluir de la sangre por su cuello hinchado, el fuerte dolor que la emoción provocaba en su pecho.
Había oído su voz. Sabía que no estaba muerto. La muerte había sido vencida. Aquella moneda lo mantendría con vida.

Desconocía los oscuros senderos que hay más allá del último minuto. La muerte era todo un misterio. Había recorrido los senderos del inmenso zafiro indomable, había sesgado incontables vidas, las había visto perderse bajo las olas; pero aquello que era o estaba o venía después, o no era ni estaba ni venía, después, seguía siendo todo un misterio.
¿Acaso era posible seguir vivo después de haber muerto? ¿Por qué impenetrable razón elegía un alma una moneda de oro? ¿Y si aquello no era más que un burdo truco y, en realidad, la muerte ponía fin a todo?

Aquella voz, tan lejana y tan cercana a la vez, hacía que por su cabeza fluyeran miles de pensamientos. Una lágrima se deslizó por su mejilla. Era la primera en años. Por un instante, la muerte tenía un sentido cruel. Había visto morir a muchos compañeros en el mar. Los había visto hundirse gracias al plomo de los balazos recibidos. Sin embargo, por primera vez fue consciente de que no volverían, de que nunca más podría disfrutar de su presencia, de que su pérdida era única, última y eterna.
Ahora sólo sabría de ellos a través de las monedas. Se limitaría a escucharlos como quienes escuchan el mar a través de las caracolas muertas. Los tenía a su lado sin tenerlos. Se secó la lágrima, pero el dolor seguía mordiéndole el pecho como si de un feroz escualo se tratara.

La calle por la que había descendido comenzaba a llenarse de gente. El ruido se hacía cada vez más ensordecedor a medida que muchos de los paseantes entraban en aquel viejo y sucio tugurio. No oía bien la voz, pero podía intuirla si se acercaba la moneda al pabellón y afinaba el oído. Apretó con más fuerza la moneda en el puño. La muerte. La muerte. La vida. La muerte.

Se levantó de la silla. El corazón le latía en el cuello. Le dolía el cuello. Respiraba con dificultad, conmocionado por el descubrimiento. Tenía que encontrar a quien le dio la moneda, a quien reveló el secreto. Pero antes tenía que preparar un nuevo golpe, uno tan fuerte que lo haría entrar definitivamente en la historia. Y sabía a quien buscar para perpetrar el golpe.
Sus botas rechinaron cuando giró sobre sus pies. Sus pasos resonaban en la pequeña habitación llena, sobrecargada ya por el humo del tabaco y el fuerte olor a alcohol. Se dirigía a la calle. En su mano apretaba la moneda. Llevaba a aquel viejo consigo. El corazón le dio un nuevo vuelco. La muerte. La muerte. La vida. La muerte.

La muerte había sido vencida. Aquella moneda lo mantendría con vida.