domingo, 27 de noviembre de 2011

Composición cansada

Cansancio. Músculos que se contraen sin fuerza ya. Pensamientos difusos, sin definir. Una luz que se va apagando lentamente al fondo de un oscuro túnel. Un dique incapaz de contener las aguas de un ancho río que fluye constante. Un continuo éxodo de emociones en forma de cascada por las mejillas. Ojos que buscan desesperados un lugar apartado donde descansar. Corazón desesperado en busca de aliento.
En otro mundo, en otra realidad, una mano fría sostiene una pluma. Detiene el plumín sobre el papel. Piensa. Escribe una novela sin fin ni argumento. Personajes cuyas vidas se cruzan en un vertiginoso instante, en solo un segundo que puede durar una eternidad. Y la pluma sigue deslizándose, diluyendo y dispersando la tinta. Una gota de tinta sobre demasiado papel. Cansancio.
Al otro lado del mundo, más allá de los mares, una voz grita. Grita. Grita. No hay respuesta. No se puede predicar en los desiertos ni pedir auxilio en medio del océano. Poco a poco se apaga la voz. Poco a poca todo vuelve a la normalidad, al silencio que nunca debió romperse. No se puede luchar eternamente contra el océano. La voluntad no puede doblegar su fuerza. La esperanza se pierde antes incluso haberla ganado.
Cansancio. Colores que se derriten. Colores que se deslizan sobre el paisaje incoloro de una ciudad perdida en medio de la selva, nostálgica. Cuerpos sin vida que se deslizan por las calles empedradas, por las plazas vacías de risas infantiles. Almas que han abandonado la tierra de los hombres en busca de reposo. Cansancio.
Cansancio. Una fuente obligada a verter sus aguas sin descanso. Un continuo discurrir de agua fresca y sangre tan ardiente como el sol de mediodía. Cadencia lenta de pasos en el pasillo. Renqueo en la escalera. Torres que ya no aguantan el paso del tiempo, no resisten los envites de los vientos, ni quieren arrojar más sombra sobre las viejas plazas. Estatuas de piedra. Vestidos de mármol que nadie se atreve a vestir.
Desde la lejanía llegan redobles de tambor. Una mano blanca y otra negra golpean sin cesar instrumentos que anuncian finales. Rumores. A lo lejos resuena el batir de unas alas. Baten despacio el aire. Un ave se eleva con dificultad. No quiere. No puede. Cansancio.
Torsos desnudos reptan en la oscuridad. Serpientes heridas que sufren con cada nuevo movimiento. Buitres que acechan. Esperanza de un festín seguro en medio de la nada, en medio de los desiertos del alma. Festín de huesos desgastados. Festín de órganos secos, magullados, desangrados.
Cansancio. Tierra seca. Campos abandonados. Tierra sin brazos, dejada para siempre atrás. Tierra que añora a sus hijos. Hijos sin pan con que alimentarse y lágrimas de dolor de madres sin hijos. Mujeres secas. Mujeres hechas de una tierra inculta que se abre bajo los pies. Cansancio.
Cansancio. Palabras lentas. Ecos. Sonidos a duras penas audibles desde esta orilla. Letras cansadas de existir. Letras cansadas de ir a la escuela, y escuelas vacías de voluntad, de deseo, de futuro. Escuelas llenas de alumnos sordos y profesores mudos. Escuelas llenas de nada. Muros cansados que impiden entrar la luz de un sol que se pone. Sol de la tarde. Sol frío, muerto, pesado.
Y los caballos no corren. Y sus trotes no alegran ya las llanuras y praderas. Silencio en los cielos. Silencio en las habitaciones del mundo. Creación silenciosa sobre el papel rasgado por la pluma que todo o escribe, que todo lo hace posible. Puntos cardinales que no se tocan jamás. Estrellas que no guían. Luces de un alba a la que da pereza despertar. Cansancio.
Cansancio. Abre los ojos, por favor. Deja oír tu voz una vez más. No mueras. No desistas. Lucha, por favor. No dejes que se extinga la luz. Un último esfuerzo. Un último suspiro. No te vayas aún, tan pronto. No te calles, no llores, no te arrastres, no te pierdas, no te abandones, no me abandones…abre los ojos, por favor…cansancio.

sábado, 19 de noviembre de 2011

El payaso Taso

El payaso Taso es amigo de los niños. Eso lo sabe todo aquel haya oído hablar de él alguna vez o lo haya visto. A decir verdad, el payaso Taso es amigo de todo el mundo; tanto de niños como de adultos.
El payaso Taso es un personaje querido por todos: grandes y pequeños, niños y niñas, ancianos y ancianas… incluso por esas señoras que no devuelven la pelota a los chicos cuando, en un momento de euforia y por descuido, el infantil objeto de entretenimiento alcanza un patio o un balcón Incluso esas señoras que parecen tener el alma más seca y arrugada que la piel, dejan caer alguna lágrima de alegría o tristeza al ver actuar al payaso Taso.
¡Imaginaos el cuadro cuando el cómico hace su aparición! Sale al improvisado escenario con su largo gorro picudo y su traje bombacho. Alrededor del cuello, unos volantes antaño blancos parecen resaltar su rostro pintado. En sus ojos lleva dos rombos, uno azul y otro verde, como los colores de la naturaleza, a la que ama tanto como a su público. Un enorme óvalo rojo circunda su boca y, cuando ríe, es como si su sonrisa envolviera toda su cabeza. La nariz es redonda y amarilla, a juego con el color de su holgado vestido. Dicen que el amarillo trae mala suerte sobre el escenario, pero eso no preocupa al payaso Taso, quien afirma una y otra vez que sólo de nuestro carácter depende nuestro porvenir.
No obstante, es muy supersticioso a la hora de calzar, por lo que siempre viste sus enormes zapatones de más de un metro, esos que un día lucieran lustrosos un bello color blanco, y que hoy no son más que un puñado de remiendos mal hechos. Pues de esta guisa se presenta siempre nuestro artista y, llueva o nieve, lleva a cabo su hermoso espectáculo.
Y os puedo asegurar que su espectáculo es poco convencional, ya que el payaso Taso no emite ni un solo sonido, y su actuación se basa en su expresión, en los movimientos de su cuerpo, elegidos cuidadosamente uno a uno para despertar las emociones dormidas de quien, normalmente, no tiene tiempo para el arte ni para los sentimientos.
Ahora corre hacia aquí… ahora corre hacia allá… aquí salta y allá hace una pirueta con cara de preocupación, pues es grave que caiga alguna de las bolas con las que hace malabares. ¡Ay, qué gran artista es el payaso Taso!
No hay nadie en este mundo, por grande o chico que sea, que no haya visto algún viaje al interior del corazón con el payaso. ¡Míralo, míralo!... jajaja… ¡cómo corre de un lado a otro, ora saltando y riendo como un loco, ora danzando tristemente al tiempo que llora como una de esas magdalenas tan esponjosas! ¡Ay, qué gran artista es el payaso Taso!
Míralo ahí, quieto, bien firme para su próximo truco. Ahora salta y se agacha. ¡Ha sacado una paloma de sus bombachos pantalones! El público ríe, aplaude alegre. Todos olvidan las penas con el payaso Taso. ¡Míralo ahora!... jajaja… ¡se ha caído y se levanta de un salto para llegar a las estrellas!... jajaja… ¡sube al monociclo! ¡Ay, qué gran artista es el payaso Taso! ¡Míralo otra vez!... jajaja…
La tarde cae. El espectáculo ha terminado y los niños vuelven a casa pues mañana los espera una larga jornada de colegio. Volverán a los números, a las letras, a repasar la historia de los grandes hombres del pasado; pero jamás olvidarán esta tarde con el payaso Taso. También los adultos se recogen. Al día siguiente deben cumplir con el jefe. Ellos tienen responsabilidades.
El payaso Taso también vuelve a casa. Él no tiene nada que ver con letras ni números, ni con las historias de grandes hombres del pasado. Y en la soledad de su mísera habitación, despreciado por hombres serios que lo usan como ejemplo para niños que no quieren ir a la escuela, el payaso Taso… bueno, el hombre, sin su ridículo maquillaje ni sus enormes zapatones, sin su bombacho traje ni fuerzas para seguir saltando, Ramón Torcuato, el desconocido para todos, se prepara para afrontar la mayor de las responsabilidades: alegrar el corazón de grandes y pequeños, y recordar, a través de las emociones que provocan risas y lágrimas, que somos, por encima de todo, seres humanos.
¡Un aplauso para el payaso Taso! Y una sonrisa de agradecimiento para Ramón Torcuato.

lunes, 14 de noviembre de 2011

Noticia para el Día de Difuntos

Hola a todos:
Como sabéis, ya ha pasado la Noche de los Santos y los Difuntos, que viene celebrándose como Halloween en buena parte del mundo.
Estas noches son, como también sabéis, algo más que especiales. Hay quien las califica de mágicas, aunque con un tinte mucho más tétrico, mucho más macabro.
Existen numerosas historias que narran espeluznantes hechos acaecidos entre el 31 de octubre y el 2 de noviembre. Historias que helarían la sangre de cualquiera, incluso de los más valientes.
Son historias que, ciertamente, inquietan, aterran y causan curiosidad a partes iguales. Las hay en todos los países y en todas las épocas. Son historias que enfrentan al ser humano con sus mayores temores, con su pasado, con su futuro… Historias propias de una noche en la que las ánimas de quienes nos dejan, cobran forma y nos traen mensajes de un mundo que nos aguarda irremediablemente. Italia no es una salvedad.
El otro día, mientras leía los periódicos, me topé con asombro con esta historia que he decidido traduciros para que podáis conocer los terroríficos hechos que tuvieron lugar en la ciudad de Roma. No pretendo alarmar a nadie. Mi única intención es reproducir la verdad; y sea de ello lo que quiera, ahí va, como el caballo de copas…

 
Roma, 2/11/2011
Mario Scupolli, Corriere della Sera.
¿Y CÓMO ESTÁ LA FAMILIA?
Sí, señores. La noticia de la que se hace eco hoy el Corriere della Sera es, cuanto menos, inusual y escalofriante, no apta para corazones delicados ni nervios sensibles.
Un servidor se ha desplazado hasta Via dei Prefetti, donde vive la familia de Claudio P., un joven estudiante de Psicología en la Sapienza de Roma, para desvelar el dolor desgarrador que sufren todos los miembros de la familia desde que, en vísperas de la festividad de los Santos, recibieron la más insólita de las noticias.
Todo comenzó en diciembre de 2010, cuando Pietro P., hermano menor de Claudio, dejó este mundo para siempre en un brutal accidente cuando viajaba de Nápoles a Catanzaro, donde se reuniría con su novia, estudiante de dicha ciudad. Desde entonces, la vida de la familia no ha sido la misma, y todos parecían haberse sumido en la peor de las angustias, especialmente el joven Claudio, a quien su hermano estaba bastante apegado.
Mas por sí, la noticia no tendría nada de escalofriante de no ser por lo sucedido en la mañana del 1 de noviembre de este año, cuando el joven Claudio decidió rencontrarse con una amiga ausente durante los últimos tres años.
La joven, que no ha querido que sus datos trascendieran a los medios, se citó con Claudio en Piazza Navona sin tener idea alguna de lo ocurrido un año antes en una vieja carretera secundaria al sur de Italia.
Así, según nos cuenta un destrozado Claudio, la joven dio los usuales dos besos y afirmó haber visto la tarde anterior al hermano fallecido. ¿Una broma de mal gusto? Todo indica que no.
Al parecer, la joven estaba bastante bien informada de la vida de Claudio y su familia ya que, según el propio Claudio, había mantenido una larga conversación la noche anterior con el ánima del difunto.
“Aseguró que vio a mi hermano algo extraño, como nervioso por una razón no llegaba a comprender […] Cuando le pregunté cómo vestía, me lo describió con la misma ropa con la que murió”. Entre sollozos, el joven nos explicó que su hermano había preguntado por el estado de la familia, especialmente por el de su “querido hermano, al que hacía días que no veía”. Según nos cuenta, a la joven le pareció una pregunta bastante extraña, por lo que optó por reír. En ese momento, nos dice, el supuesto espíritu del difunto arrancó en lágrimas y se fue corriendo.
Este diario ha tratado de entrevistar a la joven, pero ésta se ha negado tras afirmar que lamenta enormemente haber abierto las heridas de la familia, y asegura encontrarse muy asustada ahora que ha conocido la verdad”.
Esa fue la noticia. En ella había una fotografía de Claudio sosteniendo un retrato de su hermano menor, que no reproduzco aquí por respeto a la familia. Descanse en paz.

domingo, 3 de abril de 2011

Lágrimas...

Me siento frente a mi escritorio, donde tantas otras veces he hecho mi trabajo mi mundo; pero esta vez la concentración es imposible.
El día se ha levantado gris, triste. La lluvia tras los cristales no me deja prestar atención a mis notas y quehaceres, mejor dicho, me obliga a prestar atención al mundo que hay más allá de los cristales de mi ventanal.

El cielo llora. Sus lágrimas resbalan por los cristales y mojan las calles de la ciudad que se extiende bajo el manto celeste de la bóveda, teñido de gris desde esta mañana.
El sol no ha brillado hoy. Nada, ni un poco. Sin duda, hoy es un día muy triste aquí.
Fuera, todo permanece en silencio. Las aves no cantan y la lluvia aleja, cuando no extingue, el eco de los pasos por el empedrado de las calles. Solo algún coche, quizás uno de esos autobuses, fiel a su trayecto, rompe el sepulcral silencio que traen consigo las lágrimas del cielo.

La lluvia cae cada vez con mayor intensidad. Parece que el cielo, más que llorando, se estuviera desangrando. Recuerda a uno de esos amantes que no encuentran consuelo allá donde pongan los ojos y su alma se escapa, dejando intensas punzadas de dolor en el corazón, a través de los ojos.

Desde la lejanía, como un eco de la voz del viento, llegan a mis oídos las notas y acordes de una triste melodía, tan triste como el día.
Bajo la lluvia, alguien siente la necesidad de elevar una música de cadencia lenta y pesada hasta los oídos de las alturas. Quizá sea su estómago quien sienta dicha necesidad, pero, desde luego, serán los oídos de cuantos escuchen el dulce sonido, los que se verán saciados.
La música asciende como un lamento contra las lágrimas que se derraman con más fuerza.

Como tantas otras veces, la melodía trae recuerdos a mi mente, recuerdos que se deslizan por mis mejillas como la lluvia por los cristales.
Abro la ventana para que el sonido llegue mejor a mis cansados oídos, cansado de cuanta mentira han oído, de cuantas penas acumulan.

Por primera vez soy consciente del frío que impera fuera. Solo ahora me doy cuenta de que las lágrimas no solo vacían el corazón y humedecen el rostro, sino que borran cualquier atisbo de calor y, a juzgar por el estado del cielo, también de color.
Mantengo aun un rato abierta la ventana, pero como cada vez estoy más cerca de imitar al cielo, y mis penas se escapan sin control, cierro el ventanal. Vuelvo a mi sitio frente al escritorio. Me siento a reflexionar, lejana otra vez la música, sobre lo que esconde el cielo para sentir tanta pena.

Poco a poco empiezo a centrar mi atención en mis asuntos. Ya es hora de volver al trabajo, no hay más tiempo que perder.
Mientras yo leo mis notas y repaso los documentos que inundan mi mesa, la música pierde intensidad, el cielo da una tregua, y mi alma se consuela pensando que el cielo no ha logrado apagar la vida con sus llantos; antes bien, la ha hecho más recogida.

Mi alma se consuela pensando en que, más allá de otros ventanales, del frío intenso de la calle, brilla el calor de los hogares… y yo vuelvo a lo mío.

domingo, 20 de marzo de 2011

La barca

Admito que prefiero los senderos fríos y húmedos de la montaña a los templados y secos caminos que bordean las costas; sin embargo, este suceso tuvo lugar durante una de esas caminatas costeras.

La tarde había caído ya y la noche se le echaba encima, trayendo consigo la oscuridad y el frío propios de este rincón del país. El sol ya no ardía ni calentaba, no era más que un vestigio de lo que aquel día había traído al mundo. Todo estaba en calma. No quedaban apenas bañistas en aquella cala donde, según supe después, un extraño hombre con gabardina y sombrero había visto una sirena de la que quedó para siempre prendado. La brisa marina traía hasta mí el aroma inconfundible del salitre.

Aún quedaba un buen trecho por recorrer si quería llegar a tiempo a casa de un buen amigo que se había prestado a acogerme durante mi corta estancia en aquellas tierras. Pese a que la oscuridad se cernía sobre mi cabeza, decidí aminorar un poco la marcha con el fin de disfrutar de los últimos rayos de luz que cruzaban el mar hasta estrellarse con el pueblo.
La pequeña playa parecía una de esas postales vendidas en cualquier estanco o tienda de recuerdos a los turistas que pasan por allí. Todo parecía envuelto en un halo mágico, impregnado con una fragancia que endulzaba la mente y adormecía los sentidos. La escena parecía sacada de una bella pintura costumbrista.

A lo lejos, como arrastrada suavemente por las diminutas olas, una pequeña barca se acercaba a la orilla, muy cerca de donde yo me encontraba.
Se mecía con las olas, con ese vaivén hipnotizador que el mar imprime a cuanto arrastra. Pude distinguir, pese a la falta de luz, que había perdido buena parte de la pintura blanca que tuviera en otro tiempo. Sin duda, la sal marina había causado estragos en aquel bote como el tiempo en la mirada de los hombres.
En la proa llevaba una figura o imagen que no pude reconocer hasta poco después, cuando la barca arribó por fin a tierra firme. Solo entonces, digo, pude distinguir la forma de un corazón de madera, también desconchado por la sal y el sol, con un par de nombres en el centro.
A medida que el bote se aproximaba, mi curiosidad crecía. Qué podía traer aquel bote y quién sería el remero a bordo, fueron las preguntas que rondaron mi cabeza en un primer instante.

Cuando terminó la espera y llegó la barca donde me encontraba, descubrí que no había nada en su interior, ni siquiera remos que la impulsaran. La rodeé entonces para comprobar el estado en que se hallaba la embarcación, y descubrí que, efectivamente, poco tenía ya de lo que fuera en otro tiempo. Me acerqué a verificar que se trataba de un corazón lo que portaba en la proa y, de nuevo, no erré. Leí aquellos dos nombres o, mejor dicho, lo que quedaba de ellos.

Debió de ser una bonita historia de amor, pensé, a la que el mar había puesto fin. Tal vez ella esperó a su amante, pensé, y él no volvió jamás.
Entonces me dije que no hacía más que pasear por lugares comunes. Quizá la barca, simplemente, pensé, se perdió como consecuencia de un levante algo más fuerte de lo habitual. Tal vez, pensé, los dos amantes siguen hoy viviendo felices en una casita tan blanca como la nieve.

“Yo sé bien que él todavía me ama. Volverá a por mí y yo estaré aquí para recibirlo”. El viento traidor había desvelado la presencia de mi invisible acompañante. El miedo que sentí al oír aquellas palabras que nadie había pronunciado, me hizo volver al camino de vuelta a casa.
Ya nunca más supe del bote ni de voces de amantes que aún esperan a la causa de su penar.



domingo, 13 de marzo de 2011

El viajero

No sé si habéis oído los rumores que corren por ahí sobre un extraño individuo que viaja de balcón en balcón y de ventana en ventana.

Lo llaman de múltiples formas: el viajero, el señor de los balcones, la criatura de los vanos, el viajante de los cristales…
Sí, no hay nombre que no se le haya puesto ya al bueno del viajero de los balcones. En todas partes es conocido, y no existe rincón en nuestro mundo donde el bueno de nuestro viajero no haya sido reconocido mientras dormitaba o se divertía un rato en algún ventanal cerrado o algún balcón abierto.
Si creéis que no lo habéis visto nunca, haced memoria. Si lo habéis visto pero no lo reconocisteis, seguro que, al menos, os chocó enormemente su presencia en alguna de vuestras ventanas.

El viajero de los balcones viste un pantalón de vieja pana roída por los años y las inclemencias del tiempo, una gabardina descolorida, aun más pasada que sus pantalones; un sombrero que es toda su fortuna, pues, como todo el mundo sabe, un hombre no es nada sin su sombrero; y, completando el rancio aliño indumentario, acarrea siempre una vieja maleta gris a cuadros rojos, verdes y marrones, tan roída como las prendas que cubren su piel.
¿A que ya empieza a sonaros de algo? ¡Es imposible que no lo hayáis visto nunca!

En su maleta guarda un largo paraguas negro que deja pasar más cascadas que gotas para, un mantel de cuadros blancos y rojos, un par de calcetines con agujeros en el dedo gordo, una corbata que suele vestir cada vez que llega a un nuevo balcón, y que se quita para acomodarse mejor; una fotografía donde puede verse un bello paisaje caribeño, y un pantalón y una camisa limpios. Ese es todo su equipaje.
Su modus operandi es siempre el mismo: sobrevuela la ciudad de turno durante unos veinte minutos para fijarse en los balcones por los que pasará antes de seguir su camino; una vez localizados, desciende de las alturas y se posa suavemente sobre el alféizar de la ventana o del balcón elegido, y, con una reverencia y un saludo con su sombrero, muestra sus respetos a la familia que tiene el dudoso honor de acoger a tan especial huésped.

Si desciende sobre una ventana, posiblemente pase poco tiempo. No abrirá la maleta. Únicamente se sentará en el alféizar y contemplará el cielo estrellado -sólo es visible cuando el astro rey se ha puesto- con ojos tristes, nostálgicos, que conmoverían al corazón más duro. Hay quienes lo han visto abrazado a su vieja maleta, moviendo los pies como un niño en una silla demasiado alta, y murmurando lo que parece una canción o un poema dedicado a sólo Dios sabe qué o quién.
Si desciende sobre un balcón, de su maleta sacará el mantel de cuadros y, como por arte de magia, aparecerán sobre él todo tipo de viandas. No es que nuestro personaje coma en abundancia -de hecho, su aspecto delgado es muestra fehaciente de la frugalidad de sus comidas-, pero jamás faltó en su improvisada mesa algo de pan duro y buen vino pretendidamente francés. Después de cenar, recogerá el mantel y se tumbará a la intemperie, bajo el cielo estrellado o nublado de las noches frías.

Era un hombre bueno, y su sombra jamás hará daño a nadie. Si lo veis, únicamente os pido un favor: nunca le recordéis quién fue, jamás habléis de su pasado; dejad que su alma goce a su manera por cuanto padeció en vida. Y, se me olvidaba, no se os ocurra decirle que ya no late su corazón…

sábado, 5 de marzo de 2011

Los fantasmas de las minas

A J.G.M.,
por aquella alemana...


Los paisajes del Mediodía español están plagados de caminos donde uno podría perderse con facilidad, castigado por el ardiente sol que brilla en el sureste peninsular.
Es precisamente en uno de estos caminos que atraviesan lomas peladas y llanos donde crecen los cardos, donde tuvo lugar la historia que traigo para vosotros.

Cuando el sol luce más alto en el cielo despejado del Cabo de Gata, cuando el paraje está desierto, salen de la tierra los fantasmas de las minas circundantes.
Siguen allí, cerca de Rodalquilar, Las Negras, San José y La Isleta, buscando oro para pagar el viaje al Inframundo.
No son los típicos fantasmas que aparecen de noche en los pueblos y ciudades de todo el mundo, no. No son de esos cuyos aullidos se escuchan por los pueblos del Parque, no. No son de esos que pretenden asustar a los infelices que, confiados, se adentran en la oscuridad de la noche, no.

Estos fantasmas se apostan en el recodos del camino, donde hay alguna sombra. Allí esperan a los caminantes que buscan refugio contra el fulgor del astro rey.
Cuando los viajeros se detienen junto a los fantasmas, estos les hablan de las maravillas que encierran aun las minas en sus entrañas.

Si el viajero es alguien ávido de fortuna a no importa qué precio, su perdición será hacer caso de los consejos de los espíritus. Una vez que haya entrado en la mina, deseoso de encontrar cuantos tesoros se le han prometido, su alma quedará encerrada allí para siempre.
Si el viajero es alguien de corazón noble y rechaza lanzarse a buscar tesoros que pertenecen a quienes antaño trabajaron la mina, el fantasma los dejará seguir su camino. El viajero podrá descansar en aquel rincón, calmar su sed y disfrutar de la conversación con un alma de otro tiempo, un recuerdo de aquellos parajes.

Pero sería fácil, pensaréis, rechazar la proposición de los espíritus una vez que os los encontréis a la vuelta de un requiebro del camino. Nada más lejos de la realidad.
No hay forma humana de saber si quienes os regalan los sueños de riqueza, son o no almas de este mundo. Son tan hermosos sus discursos, que es difícil desprenderse de la idea de amasar oro y piedras preciosas en grandes cantidades con sólo adentrarse un poco en las minas. Estos fantasmas saben bien cómo encandilar a los hombres codiciosos, a los ladrones y a los avaros. Llevan décadas reclutando almas envidiosas para que caven en las minas a las que ellos mismos están atados.

Una vez encontré a uno de estos fantasmas. Era un día despejado, el sol brillaba en su cénit, y el Parque estaba completamente desierto.
Estuve tentado a entrar, pero había escuchado las historias sobre alemanes e ingleses que no habían vuelto de su ruta, así que decidí volver cuanto antes a casa y escribiros esta advertencia.

sábado, 26 de febrero de 2011

El último suspiro de los dioses

A E. G. S.,
por nuestra
eterna mistad.


Se hace el silencio en la sala. Entra un tipo trajeado y los guerreros del sonido, dueños del silencio, amos y señores de las artes, intérpretes de los dioses, toman asiento.
El expectante público aplaude para romper el hielo mientras los jinetes del pentagrama miran hacia la oscuridad del infinito, enjugan su sudor frío y se preparan para resucitar al más puro y noble Apolo.
El director mira, cómplice, a los músicos y estos responden  asintiendo con la cabeza mientras agarran con fuerza sus instrumentos, que hacen las veces de armas con las que van a desterrar el mal del mundo.

El director sostiene en el aire la batuta, la bandera de los guerreros del sonido, dueños del silencio, amos y señores de las artes, intérpretes de los dioses. Comienza el concierto:

Los violines alzan lamentos en el rudo eco de los violoncelos; un bombo suena de fondo y su redoble crece y crece hasta que inunda la sala de un sentimiento bravo; el pianissimo de las trompas también da paso a un forte, para volver a caer, y el regio sonido de la Antigüedad vuelve a estremecer al orbe. Empiezan a sucederse los compases: silencios, blancas y negras se enzarzan en una pugna épica contra el tiempo que pasa. La música es el lamento de los dioses, el último suspiro al que se agarra un corazón roto, la última vía de acceso al paraíso perdido.

Los oboes, los fagots y el arpa introducen un instante de calma y acallan a los instrumentos de percusión y de viento-metal. El pianissimo va decreciendo aún más y entre la amalgama de voces surge una trompeta que rasga el aire tenso de la sala, que vibra con fuerza hasta romper el impuesto silencio.

El público aguarda en tensión el momento final, todo está en silencio y sólo se escucha la trompeta que sigue gritando al viento que nadie puede derrotarla. El público se estremece cuando crece la intensidad del sonido… la trompeta se crece y se crece hasta que estalla en un imponente grito de fuerza que hace que el público se levante como impulsado hacia arriba por el indómito cantar; los aplausos bañan la sala y la euforia se apodera de los corazones…

El éxtasis de los dioses pueden vivirlo los mortales.

sábado, 12 de febrero de 2011

El desfile de los juguetes

La noche trae consigo el silencio para muchos. La noche trae consigo la oscuridad para muchos. La noche trae paz y calma a los cuerpos y las mentes agotados de los niños, pero no trae el silencio, ni la oscuridad ni la calma a sus dormitorios.

Cada noche, cuando los más pequeños se van a dormir, una corneta da la señal para que lo inerte cobre vida.
De los estantes y baúles, los muñecos y muñecas organizan la marcha triunfal, sus particulares juegos, su fiesta a la vida.

Un ratón a pilas enarbola la bandera de los juguetes. Comienza el desfile. Lo siguen los valientes soldaditos, ya sean de plástico o de plomo, con sus casacas de colores y sus fusiles al hombro. Las bailarinas danzan detrás, disipando la seriedad marcial de los soldaditos. Los peluches, especialmente los osos, se yerguen sobre sus patas traseras y ejecutan, con paso firme, danzas rusas que lo llenan todo de energía. Los monos, los payasos y las pelotas lo cubren todo de colores estridentes y de música animada. Todo parece un verdadero circo, el circo de los juguetes.
Las marionetas y los autómatas cierran la marcha al son de los platillos y tambores de los payasos. Con sus extremidades articuladas danzan, y dejan oír los chasquidos que sus articulaciones provocan al moverse con tanto brío.

La alegre procesión cruza bajo la cama, que hace las veces de arco del triunfo. Los niños, a menudo, se mueven en sus camas y asustan a los juguetes, pero rápidamente vuelven a inundarlo todo de risas y alegría con sus jolgorios.

A las danzas y a la música se le suman los juegos: las marionetas interpretan excelentes piezas de teatro que han aprendido esa misma tarde y, con ellas, hacen reír a los demás juguetes; los soldaditos se enfrentan en colosales batallas que, en ocasiones, atemorizan a los presentes, pues son tan reales que todos temen que alguien pueda resultar herido; pero, sin duda, lo mejor llega cuando, tras la batalla, soldaditos y bailarinas bailan sones de salón. En un momento dado, los payasos elevan su particular carpa circense, y los peluches actúan como las fieras domadas para entretener a un público que se deshace ya en carcajadas.

La fiesta continuará aún varias horas, hasta que el alba comience a despuntar. Cuando los primeros rayos del sol bañen la tierra desde el horizonte, cada juguete volverá a su puesto. Cuando los más pequeños despierten, no descubrirán nada nuevo, todo seguirá como siempre, y crecerán inmersos en la rutina de la vida. Cuando esos niños sean adultos, no se darán cuenta del milagro de estar vivos.
Los juguetes, sin embargo, seguirán celebrando cada noche que tienen movimiento, que aunque no tienen corazón, sí tienen sentimientos.
Las risas y la música continuarán inundando de alegría cada dormitorio cuando los niños y niñas del mundo descansen en sus camas.

sábado, 5 de febrero de 2011

Él y ella

¡Cuán efímero es el amor! Tanto como el corazón de los amantes, yacentes bajo la húmeda y fría tierra para toda una eternidad, sin importar lo que dure.
¡Cuán extraño puede ser el comportamiento de los amantes! Tan cambiante como una veleta, tan sin sentido unas veces y otras tan impresionante.

Cuando se conocieron no existían para ellos ni las miradas furtivas, cómplices, ni los gestos de cariño; no existían para ellos las caricias, que ahora son capaces de estremecer sus cuerpos, ni las constantes luchas contra el tiempo; no existía el auténtico dolor de saberse efímeros, ni la presencia casi imperturbable de los celos.

Se amaban tanto que apenas sí tenían tiempo el uno para el otro, y pasaban las horas muertas haciendo planes de futuro más que viviendo el presente. Ella lo amaba, él la amaba, todo era perfecto en su mundo de mil colores, fuera de ese otro mundo entre gris y pardo viejo casi sepia.

¡Todo era perfecto! Pero, como siempre, ha de sobrevenir la tragedia a la vida banal de los mortales, a la vida banal de los amantes. El momento trágico llegó con el alba, con un reloj que marca las siete de la mañana, con los primeros rayos de luz que se filtran por las ventanas de una habitación hasta entonces a oscuras.

El reloj, ese enemigo implacable que mide el tiempo que nos queda, marca la hora en la que los amantes van a despedirse para siempre. Después de eso, el amante se despierta. Al despertar observa que su amada no está con él, que ha partido a ningún sitio, que está en todos los sitios menos en aquel.

Todo ha sido un sueño, un magnífico sueño al que el reloj ha decidido poner fin. Cuando el joven se levanta, se viste, y sale a la calle con la misma pesadumbre que llevan los muertos, se detiene frente al escaparate de una panadería…la necesita, ella es el alimento de su corazón.

La ve al fondo del local y el tiempo se detiene por unos segundos. Ella paga y se va. Por el camino, ni una mirada furtiva, cómplice; ni un gesto de cariño; ni una caricia; ni una lucha contra el tiempo; ni un saberse efímeros…sólo la presencia imperturbable de los celos y la desesperación que mata el alma.

Él aprieta los puños. Ella no hace caso. Él se siente morir. Ella no hace caso. Él la ama sin que ella lo sepa. Ella no hace caso. Él se odia a sí mismo por dejarla escapar sin un mísero saludo. Ella no hace caso. Él suspira tan fuerte que el viento se detiene impresionado. Ella ya se ha ido sin hacer caso.

Un día se encontrarán de nuevo, él no la habrá olvidado, ella nunca sabrá que él existe…

sábado, 29 de enero de 2011

Robar la luna

Es un hecho conocido por todos que la luna está hecha de queso. Un gran queso de bola que gira sin cesar en torno a la Tierra. Desde cualquier parte del globo, cuando se mira –si sabe mirar bien- pueden verse los enormes agujeros de este gran queso.
A veces, cuando la noche es muy clara, uno puede aspirar el aroma tan peculiar que desprende el astro. No es como el de  cualquier queso conocido, es muy extraño, como una mezcla de todos a la vez.

Como ya habréis podido imaginar, los intentos por robar la luna han sido innumerables. Además, muchos han sido también los que han intentado llegar hasta ella cuando andaban las despensas algo escasas de productos lácteos. Asimismo, es frecuente que los trabajadores de las agencias espaciales pidan a los arriesgados astronautas que les traigan un suculento pedazo de cosmos.
Hubo incluso una pareja de recién casados que quiso llegar a la luna para mezclar el queso del que está compuesta con su particular luna de miel. Por supuesto, todo quedó en la intención, pues los enamorados prefirieron un crucero por el Mediterráneo.

La última vez que intentaron robarla fue en 1997, hace justo hoy 13 años.
Un grupo de amigos necesitaba en aquellos momentos ingentes cantidades de queso para alimentar a sus mascotas, que, como habréis podido adivinar, eran hambrientos ratones. Pero no ratones normales, no. Estos animalitos se habían acostumbrado a zampar como elefantes, y no había comida suficiente para ellos en todos los supermercados del país.

El plan parecía sencillo: alquilar un cohete, cargarlo con cuerdas, atar la luna a la nave y, finalmente, arrastrarla hasta nuestro planeta, donde podrían trocearla y repartirla entre sus ansiosas mascotas.
Sí, lo habéis adivinado. Los problemas surgieron ya desde el principio: dónde encontrar un cohete de alquiler, dónde encontrar tanta cuerda como para amarrar el astro a la nave, habría que pagar tasas aduaneras al llegar a la tierra…
Aunque no lo creáis, aquel curioso grupo de expedicionarios encontró una nave espacial a buen precio que un viejecito del barrio usaba durante su juventud para hacer escapaditas cósmicas cuando lo agobiaban el jefe o la novia. La cuerda la aportó uno de esos vaqueros que aparecen en las películas que, de manera totalmente casual, se encontraba por la zona para vender tal cargamento. Una vez aclarado que los viajes interestelares no necesitaban de peaje alguno, se decidieron a acometer la empresa que tenían en mente.
Ya estaba todo preparado. Nada podía salir mal. La suerte estaba de su lado: el vecino, el vaquero, los impuestos…
Llevaron el cohete a la gasolinera más próxima para llenar el tanque de combustible que les permitiera realizar el doble viaje de ida y vuelta…

Todo fue uno. Ver los precios del combustible y olvidar su intentona de robo. Devolvieron el cohete al dueño, las sogas al vaquero para hiciera con ellas su venta, y se fueron a un parque a charlar tranquilamente sobre lo cara que andaba la vida.

Moraleja: Si no queréis fracasar al robar la luna, no tengáis ratones hambrientos por mascotas…



sábado, 22 de enero de 2011

El barco de los sueños

Tras soltar amarras, el barco va alejándose poco a poco del puerto. Avanza despacito hacia la bocana, hacia un mar abierto y en calma que guarda miles de secretos, millones de historias…tantas como corazones lo han cruzado o se han hundido en el intento.

Las leyendas de viejos lobos de mar y de cientos de pescadores con el amanecer en la mirada, se confunden con la realidad de los que se adentran en el azul del océano, bajo la bóveda celeste del cielo, en busca de una vida mejor.

En tierra, sobre los espigones y a lo largo del paseo que recorre la playa, se agolpan los pañuelos y las lágrimas, que brotan de nuevo cada vez que el casco del barco hiende el agua. Los recuerdos de un tiempo mejor se hacen más vívidos a medida que las olas lamen el acero del buque y el espíritu de quienes se lanzan a lo desconocido.

Cuando no eras más que un infante, tú mismo acudías al puerto a ver zarpar aquellos gigantes metálicos, y soñabas con las miles de aventuras que les aguardarían allende los mares.
Tal vez se toparían con sanguinarios piratas, o viajarían por los mares del sur, y verían las ballenas de las que tanto oíste hablar a los viejos marineros que de vez en cuando descendían al puerto al arribar a él sus imponentes navíos. Tal vez recorrerían las costas atlánticas hasta llegar a los hielos perpetuos del norte, o conocerían sirenas cuando atravesaran las costas de Grecia y Turquía, donde habitaban también las oscuras parcas. Tal vez llegarían a tierras mágicas y de ensueño, donde el tiempo se detiene y los unicornios y los centauros compiten en magníficas carreras llenas de euforia y color, o tal vez accederían a los secretos mejor guardados del universo, y sus barcos se elevarían hasta la Luna o alcanzarían los confines del mundo, donde habitaban monstruos como nadie había conocido antes…tal vez tocarían las columnas en las que se sostienen los cielos.

Ahora, tú mismo conoces la sensación que embargaba tantos corazones. Sabes que no hay piratas ni sirenas, oscuras parcas ni tierras de ensueño donde unicornios y centauros compiten en magníficas carreras llenas de euforia y color; ni el barco se elevará hasta la Luna, ni alcanzarás los confines del mundo…

Ahora miras el puerto desde el barco. Los niños te sonríen pensando en las maravillosas aventuras que vas a vivir, las mujeres y maridos de quienes se apelotonan sobre la cubierta, contra la baranda, ríen y lloran a partes iguales porque saben que muchos no volverán o no serán los mismos cuando lo hagan; pero no quedaba más remedio que subir al barco que ahora corta las olas como el cuchillo la mantequilla…y los pañuelos al viento se confunden con las gaviotas, y éstas con las almas, cargadas de sentimientos y emociones, de quienes ven cómo el puerto se aleja cada vez más y a buen ritmo.
Ojalá vuelvan a encontrarse todos algún día, piensas, mientras recorres por última vez las miles de caras que se despiden del barco…

Abajo, en los camarotes esperan los fríos y duros camastros que harán las veces de hogares en la ciudad flotante, la que avanza con decisión contra las olas, contra la brisa marina cargada de salitre. En las bodegas, las ratas se disputarán el pan con los cientos de bocas hambrientas que hoy se echan al mar…que hoy se adentran en lo desconocido.

El billete a América, lo llaman, y se yerguen de orgullo cuando cuentan que consiguieron subir a uno de esos buques llenos de emigrantes, de golondrinas enjauladas que se adentran en los territorios de los titanes.
Por delante, hasta la tierra de la libertad y de las oportunidades, quedan aun miles de millas. Millas que muchos no recorrerán, millas que el barco come al mar en calma.

Puede que mañana sorprenda una tormenta, y después otra, y otra más…pero a ti no te importa…porque ningún pañuelo, ninguna lágrima, ninguna sonrisa te espera en ningún puerto; y el amanecer se clava en tu mirada, y la sal se pega a tu piel, y la soledad te muerde el corazón…porque ningún pañuelo, ninguna lágrima, ninguna sonrisa te espera en ningún puerto.



viernes, 14 de enero de 2011

Duermevela

Duermevela es un ser fantástico. Duermevela vive debajo de las camas de los niños y niñas de todo el mundo, así que lo mismo da dormir en España que en Japón, en Turquía que en Zimbabwe, pues Duermevela no conoce fronteras.

Duermevela tiene la estatura de un niño de tres años, pero la fuerza y la astucia de un adulto. En realidad, nadie sabría decir a ciencia cierta qué aspecto tiene, ya que nunca nadie ha conseguido verlo sin que haya sufrido el más terrible de los espantos y, en consecuencia, haya perdido la memoria.
Se dice de él que su mirada traviesa despierta desasosiego, y que su risa provoca escalofríos a quienes no le guardan ningún respeto.

Duermevela no tiene familia. Recorre el mundo haciendo travesuras resguardado por la oscuridad de las habitaciones infantiles. Entra en los dormitorios antes de que los más pequeños de la casa se vayan a dormir, y cuando sus padres se despiden de ellos hasta la mañana siguiente, Duermevela sale de su escondite para jugar con los sueños de los pobres infelices que tratan de pegar ojo.

Lo primero que puedes sentir es un frío qe te cala los huesos. Se debe a que Duermevela adora retirar las mantas y sábanas que cubren a los niños en sus cálidas camas. A veces sopla en la nuca o silba alegremente junto al oído de algún despreocupado que no se entera de nada. Otras veces, se acerca a los pies de la cama y, descubriendo los pies de sus pequeñas víctimas, juega con los deditos o acaricia la planta hasta que el niño está a punto de despertar.

Duermevela es amigo de Insomnio y Sonámbulo, y juntos hacen de las suyas a cuantos pobres infantes, ignorantes de los peligros que trae la oscuridad, tratan de adentrarse en el hermoso mundo de los sueños.
Ellos son los encargados de traer las pesadillas a los niños y provocar sus continuos desvelos nocturnos. Su mayor diversión es causar trastornos en el sueño de quienes han vivido un largo y agotador día de colegio y juegos en el parque.

Duermevela es un ser fantástico. Duermevela vive debajo de las camas y se alimenta del pánico de los más pequeños. Duermevela no es malvado, nunca haría daño más allá de los límites del sueño. Duermevela no odia a los niños, pero si alguna vez os encontráis con él, de nada servirán las súplicas y suspiros…