sábado, 26 de febrero de 2011

El último suspiro de los dioses

A E. G. S.,
por nuestra
eterna mistad.


Se hace el silencio en la sala. Entra un tipo trajeado y los guerreros del sonido, dueños del silencio, amos y señores de las artes, intérpretes de los dioses, toman asiento.
El expectante público aplaude para romper el hielo mientras los jinetes del pentagrama miran hacia la oscuridad del infinito, enjugan su sudor frío y se preparan para resucitar al más puro y noble Apolo.
El director mira, cómplice, a los músicos y estos responden  asintiendo con la cabeza mientras agarran con fuerza sus instrumentos, que hacen las veces de armas con las que van a desterrar el mal del mundo.

El director sostiene en el aire la batuta, la bandera de los guerreros del sonido, dueños del silencio, amos y señores de las artes, intérpretes de los dioses. Comienza el concierto:

Los violines alzan lamentos en el rudo eco de los violoncelos; un bombo suena de fondo y su redoble crece y crece hasta que inunda la sala de un sentimiento bravo; el pianissimo de las trompas también da paso a un forte, para volver a caer, y el regio sonido de la Antigüedad vuelve a estremecer al orbe. Empiezan a sucederse los compases: silencios, blancas y negras se enzarzan en una pugna épica contra el tiempo que pasa. La música es el lamento de los dioses, el último suspiro al que se agarra un corazón roto, la última vía de acceso al paraíso perdido.

Los oboes, los fagots y el arpa introducen un instante de calma y acallan a los instrumentos de percusión y de viento-metal. El pianissimo va decreciendo aún más y entre la amalgama de voces surge una trompeta que rasga el aire tenso de la sala, que vibra con fuerza hasta romper el impuesto silencio.

El público aguarda en tensión el momento final, todo está en silencio y sólo se escucha la trompeta que sigue gritando al viento que nadie puede derrotarla. El público se estremece cuando crece la intensidad del sonido… la trompeta se crece y se crece hasta que estalla en un imponente grito de fuerza que hace que el público se levante como impulsado hacia arriba por el indómito cantar; los aplausos bañan la sala y la euforia se apodera de los corazones…

El éxtasis de los dioses pueden vivirlo los mortales.

sábado, 12 de febrero de 2011

El desfile de los juguetes

La noche trae consigo el silencio para muchos. La noche trae consigo la oscuridad para muchos. La noche trae paz y calma a los cuerpos y las mentes agotados de los niños, pero no trae el silencio, ni la oscuridad ni la calma a sus dormitorios.

Cada noche, cuando los más pequeños se van a dormir, una corneta da la señal para que lo inerte cobre vida.
De los estantes y baúles, los muñecos y muñecas organizan la marcha triunfal, sus particulares juegos, su fiesta a la vida.

Un ratón a pilas enarbola la bandera de los juguetes. Comienza el desfile. Lo siguen los valientes soldaditos, ya sean de plástico o de plomo, con sus casacas de colores y sus fusiles al hombro. Las bailarinas danzan detrás, disipando la seriedad marcial de los soldaditos. Los peluches, especialmente los osos, se yerguen sobre sus patas traseras y ejecutan, con paso firme, danzas rusas que lo llenan todo de energía. Los monos, los payasos y las pelotas lo cubren todo de colores estridentes y de música animada. Todo parece un verdadero circo, el circo de los juguetes.
Las marionetas y los autómatas cierran la marcha al son de los platillos y tambores de los payasos. Con sus extremidades articuladas danzan, y dejan oír los chasquidos que sus articulaciones provocan al moverse con tanto brío.

La alegre procesión cruza bajo la cama, que hace las veces de arco del triunfo. Los niños, a menudo, se mueven en sus camas y asustan a los juguetes, pero rápidamente vuelven a inundarlo todo de risas y alegría con sus jolgorios.

A las danzas y a la música se le suman los juegos: las marionetas interpretan excelentes piezas de teatro que han aprendido esa misma tarde y, con ellas, hacen reír a los demás juguetes; los soldaditos se enfrentan en colosales batallas que, en ocasiones, atemorizan a los presentes, pues son tan reales que todos temen que alguien pueda resultar herido; pero, sin duda, lo mejor llega cuando, tras la batalla, soldaditos y bailarinas bailan sones de salón. En un momento dado, los payasos elevan su particular carpa circense, y los peluches actúan como las fieras domadas para entretener a un público que se deshace ya en carcajadas.

La fiesta continuará aún varias horas, hasta que el alba comience a despuntar. Cuando los primeros rayos del sol bañen la tierra desde el horizonte, cada juguete volverá a su puesto. Cuando los más pequeños despierten, no descubrirán nada nuevo, todo seguirá como siempre, y crecerán inmersos en la rutina de la vida. Cuando esos niños sean adultos, no se darán cuenta del milagro de estar vivos.
Los juguetes, sin embargo, seguirán celebrando cada noche que tienen movimiento, que aunque no tienen corazón, sí tienen sentimientos.
Las risas y la música continuarán inundando de alegría cada dormitorio cuando los niños y niñas del mundo descansen en sus camas.

sábado, 5 de febrero de 2011

Él y ella

¡Cuán efímero es el amor! Tanto como el corazón de los amantes, yacentes bajo la húmeda y fría tierra para toda una eternidad, sin importar lo que dure.
¡Cuán extraño puede ser el comportamiento de los amantes! Tan cambiante como una veleta, tan sin sentido unas veces y otras tan impresionante.

Cuando se conocieron no existían para ellos ni las miradas furtivas, cómplices, ni los gestos de cariño; no existían para ellos las caricias, que ahora son capaces de estremecer sus cuerpos, ni las constantes luchas contra el tiempo; no existía el auténtico dolor de saberse efímeros, ni la presencia casi imperturbable de los celos.

Se amaban tanto que apenas sí tenían tiempo el uno para el otro, y pasaban las horas muertas haciendo planes de futuro más que viviendo el presente. Ella lo amaba, él la amaba, todo era perfecto en su mundo de mil colores, fuera de ese otro mundo entre gris y pardo viejo casi sepia.

¡Todo era perfecto! Pero, como siempre, ha de sobrevenir la tragedia a la vida banal de los mortales, a la vida banal de los amantes. El momento trágico llegó con el alba, con un reloj que marca las siete de la mañana, con los primeros rayos de luz que se filtran por las ventanas de una habitación hasta entonces a oscuras.

El reloj, ese enemigo implacable que mide el tiempo que nos queda, marca la hora en la que los amantes van a despedirse para siempre. Después de eso, el amante se despierta. Al despertar observa que su amada no está con él, que ha partido a ningún sitio, que está en todos los sitios menos en aquel.

Todo ha sido un sueño, un magnífico sueño al que el reloj ha decidido poner fin. Cuando el joven se levanta, se viste, y sale a la calle con la misma pesadumbre que llevan los muertos, se detiene frente al escaparate de una panadería…la necesita, ella es el alimento de su corazón.

La ve al fondo del local y el tiempo se detiene por unos segundos. Ella paga y se va. Por el camino, ni una mirada furtiva, cómplice; ni un gesto de cariño; ni una caricia; ni una lucha contra el tiempo; ni un saberse efímeros…sólo la presencia imperturbable de los celos y la desesperación que mata el alma.

Él aprieta los puños. Ella no hace caso. Él se siente morir. Ella no hace caso. Él la ama sin que ella lo sepa. Ella no hace caso. Él se odia a sí mismo por dejarla escapar sin un mísero saludo. Ella no hace caso. Él suspira tan fuerte que el viento se detiene impresionado. Ella ya se ha ido sin hacer caso.

Un día se encontrarán de nuevo, él no la habrá olvidado, ella nunca sabrá que él existe…