lunes, 13 de agosto de 2012

Lourdes, mi Lourdes...

Esta historia apareció en el antiguo blog Literatura en Volendam y está basada en una conversación radiofónica real que tuvo lugar el día 20 de enero de 2010 a las 1:50 de la madrugada aproximadamente.

Ese día, a esa hora, tuve la suerte de escuchar la historia más bella con la que me he encontrado en mi vida, y que provocó en mí una de las emociones más fuertes que jamás he sentido, hasta el punto de necesitar plasmarla por escrito en aquel mismo momento.

Aunque es una adaptación, los datos que aquí se dan son totalmente reales; sólo los nombres no lo son por respeto a la memoria y la dignidad de sus protagonistas. He tratado de expresar lo mejor que sé los sentimientos y emociones que desprendía aquella voz desesperada y nostálgica.

Desde aquí, y antes de presentar el texto, quiero mandar todo mi afecto al protagonista de esta historia y a su esposa, que en paz descanse.


“Recuerdo cuando conocí a mi esposa, Lourdes. Fue en el baile del pueblo, la noche brillaba plagada de estrellas, y el aire era más fresco que de costumbre.
Era una mujer espléndida. Desde el mismo momento en el que la vi, supe que estaba locamente enamorado.
Era esbelta, de 1’75 m., sus ojos se te clavaban como la luz de dos luceros en el alba, sus labios eran un paraíso en la tierra, y todo su cuerpo era la gloria de Dios encarnada. Ella tenía diecisiete años cuando la conocí, yo contaba veintiuno.

- ¡Anda, valiente!- me dijo uno de mis amigos- ¿A que no eres capaz de sacarla a bailar?
Y así como empezó todo, con una apuesta. Tenía miedo. Pensaba que ni siquiera me miraría, que alguien como ella no podría nunca fijarse en mí…era una diosa.
Pero lo hice, la saqué a bailar. Ella aceptó risueña mi mano, y ese mismo día supe que mi corazón sería siempre suyo; y su corazón, eternamente mío.

Cuatro años después, tras un feliz noviazgo en el que no faltaron las caricias y los besos furtivos, y las miradas de amor en las que nuestras almas se entrelazaban en un baile de mil maravillas, decidimos casarnos.

Ella caminaba hacia el altar, tan hermosa como siempre, y yo no podía creerme todavía la suerte que tenía porque Dios me había dado su obra más perfecta. La mujer más bella, inteligente y buena del mundo, iba a convertirse en mi esposa…iba a entregarse a mí como yo lo haría a ella.

Vivimos una vida plena, cada momento de la misma era la felicidad más pura. Nada podía vencernos, éramos los seres más felices del universo.
Al cabo del tiempo nació nuestro primer hijo, que a día de hoy tiene cincuenta años; después llegó nuestra hija, cuatro años menor; y finalmente, nuestro benjamín, que hoy ronda los cuarenta.

Educamos a nuestros hijos lo mejor que supimos. Nunca les faltó de nada, y nuestra familia creció en torno al amor y el fuego del hogar.
Cuando nuestros pequeños dejaron de serlo, Lourdes y yo nos encontramos solos; pero nos teníamos, como siempre, el uno al otro. Nada nos faltaba tampoco entonces.

Viajábamos mucho. Nos encantaba viajar. Recorrimos toda la geografía española, de norte a sur, de este a oeste. También visitamos otros países, los dos juntos…siempre juntos.
Recuerdo cómo nos gustaba ir a la costa, y ver el mar mientras comíamos, e imaginábamos la vida de los bañistas mientras vivíamos las nuestras, nuestra historia juntos.

Nuestra piel se arrugaba, nuestro pelo perdía el color de antaño, nuestras miradas se hundían poco a poco en el mar del tiempo, y nuestros corazones latían con menos fuerza; pero no parecía importar nada de eso porque estábamos el uno con el otro, apoyándonos mutuamente en todo momento…siempre juntos.

- Ponme de lo mejor- decía ella al tendero- que es para mi hombre.

Y yo siempre pensaba en mi mujer. La única persona que siempre ha estado a mi lado, que siempre me ha comprendido y a quien mejor he sabido comprender…Lourdes, mi mujer.

Hoy tengo ochenta y seis años. Hace ya seis que mi Lourdes me dejó para siempre; hace seis años que Dios me quitó la felicidad que me dio sesenta años antes, el mismo tiempo que estuvimos casados.

Ella se levantó y se acercó al espejo. Yo permanecí sentado… de repente, como si golpearan mi corazón, oí un golpe sordo y, al volverme, la vi tendida en el suelo… Lourdes.
Fuimos al hospital, donde la operaron de urgencia a causa de una hemorragia interna. Cuatro meses después, sin previo aviso, Dios decidió que era hora de arrancarme el corazón.

Aún hoy, por las noches, cuando está ya todo en calma, suelo extender el brazo hacia el lado de la cama donde ella solía acostarse. Ya no está; y a veces, en la oscuridad, cuando mis dedos no logran alcanzarla, yo la llamo, perdido entre las sombras y los recuerdos… ¡Lourdes, Lourdes!... y entonces sé que estaremos juntos siempre… eternamente enamorados.”



martes, 7 de agosto de 2012

El asesinato de la joven Anne (V): Kelly

Encantada de conocerlo, agente. Sí, yo soy Kelly Bouvière. Y no, ese no es mi verdadero nombre, pero no creo que eso tenga relación con el caso.

Pobre Anne. Me enteré de su muerte la misma madrugada en la que encontraron su cadáver flotando en el río. Todo el mundo hablaba de ello cuando llegué al pueblo desde la ciudad, donde trabajo en un local de alterne; pero supongo que ya lo sabrá, ¿no? Si está aquí es porque soy sospechosa de la muerte de mi amiga.

Recuerdo la noche que la pobrecilla llegó al albergue donde vivimos yo y Reynolds junto con los pocos desalmados que todavía se atreven a hospedarse aquí. Cuerpo menudo, ánimo fuerte, mirada cansada, un vestido veraniego de flores estampadas y más que desgastado por el uso, un par de maletas viejas, y ningún lugar al que ir.
Era muy joven. Tenía 20 años. Hubiera cumplido 21 en noviembre si algún canalla no se la hubiera llevado por delante. Era una chica muy dulce. Me recordó a mí misma cuando llegué aquí una fría y lluviosa noche de enero, hace ya ocho años.

Nos hicimos amigas bastante rápido; en tan solo un par de semanas ya éramos como hermanas. Supongo que Anne, que no tenía ya salvo a su primo Phillip, necesitaba de una mano amiga que le ofreciera un poco de ayuda. Y me alivia pensar que acudió a mí antes que a ese desgraciado de Reynolds, quien se habría aprovechado de ella como hizo conmigo ocho años atrás.
Entiéndame, yo tengo mucho que agradecer a ese hombre: me dio cobijo, comida y calor cuando más lo necesitaba, pero a veces me pregunto si el precio no fue demasiado alto; estoy atada a él y a este albergue como si fuese su señora, su esclava.

Recuerdo que Anne no llevaba más que para pagar la primera noche. Con eso bastó. Yo puse el resto. Yo ya casi no pago aquí, ya que me ocupo del albergue junto con Frank; así he ido ahorrando una suma importante de dinero y pensé que sería buena idea prestar algo a aquella pobrecilla que tanto parecía necesitarlo.
Alguna vez que otra Frank me preguntaba de dónde sacaba el dinero Anne. Creo que, en el fondo, esperaba verla necesitada para poder hacer tratos con ella. Esa es la trampa de ese viejo de Reynolds. Y ella lo tenía enamorado con sus graciosos gestos, su voz dulce y sus ojos vivos y brillantes como dos luceros. Su piel fina y blanca, su hermoso cabello lacio...era realmente hermosa; hubiera podido proporcionarle un puesto de trabajo donde bailo todas noches. Los clientes habrían perdido la cabeza por ella y habríamos ganado una fortuna por su cara bonita y su cuerpo menudo.

Ella siempre lo rechazó. Decía que quería dedicarse a otra cosa, que no quería vender su cuerpo. Supongo que tenía firmes principios y bastante valor, yo a su edad conocía cada rincón de mi cuerpo, y muchos hombres también los conocían...

Solía pasar las mañanas conmigo. Nos hacíamos compañía mutuamente hasta que encontró un trabajo como ayudante de la señora Dorothy Evans, un ángel al que se le debieron de caer las alas en alguna buena obra.

En fin, hasta aquí todo lo que le puedo contar, agente...